En el día de hoy Fr. Alejandro cumpliría 87 años.
Aunque por esperada no ha sido para mí menos triste su muerte. Nos conocimos hace más de sesenta años y desde entonces he seguido la trayectoria de su vida, una vida de trabajo, oración y piedad, envuelto en el cariño que la amistad nos deparaba.
Corría el año de 1953 cuando los restos del Convento Capuchino eran ocupados de nuevo por los frailes menores y un joven escultor se afanaba en hacer repetidas copias de la imagen del Santísimo Cristo de la Defensión, que presidía la incipiente vida conventual. Francisco Pinto Barraquero ha sido el artista que mejor conoció la anatomía de este crucificado y tenía una certera precisión de aquellos puntos por donde mover su gubia.
Era entonces Guardián del convento Fray Jerónimo de Málaga, un virtuoso sacerdote cuya vida fue emblema de santidad. Recuerdo, Fray Alejandro, como por aquellos días y en plena juventud atendía con solicitud y entrega a aquella incipiente comunidad a la que se añadía el artista que había puesto la imagen de la Defensión como norte y guía de su obra y había hecho de aquellas escasas y pobres habitaciones que conformaban el cenobio capuchino su estudio y taller escultórico.
Por aquellos años se inauguraba en el paseo de Capuchinos el flamante Instituto Padre Luis Coloma. En mis idas y venidas diarias a sus aulas se hizo para mí obligado el paso por el convento, conociendo así la vida capuchina y el valor del arte. Mi incorporación esporádica a la fraternidad capuchina hizo que pusiese los cimientos, la primera piedra de la que hoy es nuestra hermandad y cofradía de la Defensión y que tuvo en su persona un gran soporte y una decisiva adhesión.
Allí, Fray Alejandro, hablábamos de que en aquellos altos de San Benito, antes de vuestra llegada en 1639, habían tenido su retiro los religiosos carmelitas, que por la ayuda prestada a la ciudad en la epidemia de peste de 1600 el Cabildo Municipal les dio acomodo en el Jerez intramuros. No sé porqué ese eslabón carmelita me hizo, tras conocerle Fray Alejandro tantos años, incardinar su figura a Juan de Yepes, ese místico abulense que la iglesia conoce como San Juan de la Cruz. Podía haberme quedado en la inspiración y la santidad del capuchino Diego José de Cádiz, aquel santo que se extasiaba ante nuestro Cristo en el coro bajo del Convento Capuchino.
Su vida, Fray Alejandro, fue una decidida entrega a Dios y al prójimo. A Dios desde su continua oración ante el Santísimo Sacramento y en sus constantes letanías a Nuestra Señora. Al prójimo desde su acercamiento a los necesitados y a los enfermos. Recuerdo ahora su labor de enfermero en la antesala de la muerte del beato Fray Leopoldo de Alpandeire.
Granada, Antequera, Sanlúcar de Barrameda, donde aún quedan los recuerdos de unos excepcionales trabajos belenísticos y tantos rincones de nuestra geografía andaluza que han conocido sus dotes artísticas como pintor, como restaurador y como poeta. No tenemos más que acercarnos al Adalid Seráfico para conocer la profundidad de su fe, en su verso sereno, armonioso y exacto. Sublime y elevado, como si se tratara de la Llama de Amor viva o del Cántico Espiritual del santo carmelita de Fontiveros.
Aquí en Jerez nos queda su recuerdo en la sobriedad y desnudez de su celda, donde las únicas pertenencias la conformaban una cruz y una imagen de la Virgen de Lourdes, bendecida por un cardenal de la Iglesia en la Basílica de Nuestra Señora. Y sus últimos años en cualquier rincón de la iglesia conventual sumido en la oración y en el recogimiento.
Sé que a las puertas de la Gloria le esperarían San Francisco y Santa Clara de Asís y que allí resonarían los versos de la mística española. El más ferviente homenaje a este sencillo y generoso capuchino amante de la belleza y que puso como meta de su vida el seguir las huellas de Nuestro Señor.
Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura.
Y yéndolos mirando,
con su sola figura
vestidos los dejó de su hermosura.
Francisco Fernández García-Figueras
Hermano Fundador de la Defensión