Como la luz entre las tinieblas, en un mundo de eslóganes vacíos, de líderes sin verdad, la Cruz de Cristo sigue atrayendo multitudes con un mensaje que tiene cerca de dos mil años pero que siempre es nuevo, porque nos habla de Reconciliación y de Misericordia.
Así lo entendieron los cientos de jóvenes que el viernes volvieron a abarrotar el Convento de Capuchinos, con motivo de la X Adoración de la Cruz al Santísimo Cristo de la Defensión.
A las ocho de la tarde, se apagan las luces del templo. Sobre el altar, seis tulipas encendidas. Cuatro puntos de luz indican la ubicación de los cuatro sacerdotes que administrarán el sacramento de la Confesión: Padre D. Ignacio Sanchez Galán, Padre D. David Belmonte Rodriguez-Pascual, Padre D. Francisco J. Párraga Garcia y Padre D. Ignacio Gaztelu Pastor. En el centro de la iglesia, catorce velones rojos custodian al Cristo de la Defensión. Y un foco, dirigido a su bendito rostro, dibuja, en hermoso camino de luz entre la oscuridad, su hechura portentosa.
En la Monición de entrada, mención especial para el 225º aniversario de la llegada a Jerez del Santísimo Cristo y una oportuna referencia a la misericordia, que inspirada por su fundadora, Santa Juana de Lestonnac, está presente en el carisma de la Compañía de María.
La idea central de esta exhortación se plantea en forma de reflexión: “¿Por qué hacemos esto?, “Qué sentido tiene que un viernes por la noche nos encontremos en esta iglesia con la sola intención de rezar y de cantar?”.
Con el canto de entrada “Ven, Espíritu de Dios” llegan las primeras emociones. Sobrecogen a los presentes las voces de los niños y niñas del Coro del Colegio de la Compañía de María que acompañan una vez más al Cristo de la Defensión con un evocador repertorio.
Tras el Salmo y la lectura del Evangelio según San Lucas, precedida por la hermosa interpretación del canto “Cristo Jesús”, se da paso a la Monición a la Adoración de la Cruz. Una frase invita a los jóvenes a acercarse a Jesús Crucificado: “Cristo de la Defensión: tu Amor es mi esperanza y yo quiero arder en el fuego de tu Misericordia”.
Desde ese preciso instante y hasta la finalización del acto, un río incesante de jóvenes hace suyas las palabras que Juan Pablo II pronunció en Taizé: se detienen, beben y continúan su camino. Estar de rodillas junto al Señor – tocar su cruz, sentir su Misericordia – es la bella culminación de un itinerario hacia la Reconciliación que muchos de esos jóvenes comienzan haciendo un íntimo examen de conciencia y recibiendo el sacramento de la Confesión.
Pero faltaríamos a la verdad si solo habláramos de jóvenes en el sentido estricto de la palabra. También muchos adultos y personas venerables realizan el mismo rito, materializando, en contacto con la cruz, esa Reconciliación con Dios. ¿Acaso no son jóvenes todos aquellos que se renuevan por la Reconciliación y la Misericordia de Dios?
Una secuencia de cinco hermosísimos cantos – iniciada con “Laudate omnes gentes” y culminada con “In manus tuas Jesús” – da paso al rezo de las preces, realizado por una alumna del Colegio.
La Monición al Padre Nuestro, seguida por la oración que el mismo Cristo nos enseñó, nos habla de Cristo como donación presente que nos ayuda a caminar hacia Dios.
Un alumno del colegio y hermano de la Defensión lee la Oración Final en la que se nos anima – tomando el ejemplo de Santa Juana de Lestonnac – a ser más humanos a través de la misericordia y nos exhorta a descubrir que la Cruz hace nacer un hombre nuevo dentro de nosotros. Una plegaria al Cristo de la Defensión y a su Madre Santísima de la O para que comprendamos que el Misterio de Dios hecho carne transforma el corazón del hombre y del mundo entero.
Fue emocionante comprobar que, una vez encendidas las luces de la iglesia y durante varios minutos después de la finalización del acto, muchos jóvenes aguardaban para poder recibir el sacramento de la Confesión. Capuchinos había vuelto a ser, un año más, la fuente espiritual de quienes tienen sed de Dios. Y en aquellos jóvenes y en los que ya se habían ido, en sus corazones y en los nuestros, seguía sonando – más alegre que nunca – el canto del “Magnificat”.