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La Primera Regla

El 16 de abril de 1209, hace ya más de 800 años, se aprueba el estilo de vida de San Francisco de Asís por el Papa Inocencio III. Son más de 800 años de historia, de una forma de vivir, de un carisma. Ocho siglos repartiendo amor, paz y bien. Ocho siglos siguiendo a Cristo de la mano de Francisco de Asís. Ocho siglos conviviendo con personas en distintos países, de distintas religiones, como es el caso de Jerusalén.

Y es nueva esta forma de vida por varios conceptos:

1º.- Por su ideal: revivir la vida de Cristo, contemplativa y activa a un mismo tiempo. La Regla franciscana no tiene por objeto tan sólo la santificación individual, sino también la del prójimo por medio del apostolado. Este vasto campo, reservado hasta entonces al clero secular, queda en adelante abierto a los religiosos, y no por excepción.

2º.- Por su modo de gobierno que coloca a todos los religiosos bajo la jurisdicción de un solo Superior General, directamente sometido al Papa. Resulta de ello un nuevo género de obediencia, a la que no ponía límites la stabilitas loci de las antiguas órdenes religiosas.

3º.- Por el principio de la pobreza evangélica, que despoja a la Orden entera y a sus miembros de toda propiedad individual y colectiva, rechaza el uso del dinero y prohibe la percepción de rentas fijas; pobreza tan singularmente rigurosa que constituye la característica de la Orden franciscana, y que no admite otros medios de subsistencia que el trabajo, las ofrendas espontáneas o la mendicidad. De ahí el nombre de orden mendicante, cuyo primer tipo fueron cronológicamente los Hermanos Menores.

4º.- Por su temperamento idealista y práctico a la vez, hecho de humildad, caridad, sencillez, vivacidad, paciencia y alegría en medio de las austeridades, penurias e incomodidades que trae consigo la observancia de la pobreza.

5º.- Por el carácter universal de su actividad apostólica; el plan de acción adoptado por San Francisco extiende el celo de sus hijos no a un país o diócesis particulares, sino al mundo entero, incluso a los infieles. El fin propuesto, los principios y medios de acción elegidos, dan además a su Fraternidad un lugar aparte en la organización tanto eclesiástica como civil. En la primera, los Hermanos Menores son los auxiliares del clero secular, excluyendo toda clase de privilegios, dignidades y prelacías; en la segunda, los hijos de San Francisco están en contacto inmediato con las masas populares. En fin, este mismo plan de acción, si bien no prohibe la cultura científica, tampoco la reclama ni se preocupa de desarrollarla. Solamente se afana por conservar, desarrollar o restaurar una vida cristiana conforme al Evangelio y lo hace ante todo y principalmente por medio del ejemplo, y después por la predicación de la penitencia y de la paz.

Tales son los rasgos específicos de la estirpe franciscana. Los once discípulos, que con San Francisco de Asís se presentaron en 1209 a Inocencio III, eran casi todos sencillos e ignorantes. Antes de cincuenta años se multiplicarán hasta contarse por millares. Su voz resonará en las plazas públicas y en las encrucijadas de los caminos, y se hará también oír en las cátedras doctorales de las Universidades. En casi todas las ciudades se oirá la campana de su iglesia. Serán los confidentes del pueblo, su sostén, y hasta sus pastores en las sedes episcopales; serán los consejeros y árbitros de los príncipes, los mensajeros y embajadores del Papa en asuntos políticos y religiosos, los defensores de la fe contra los herejes.

 

De la “Primera Regla” de San Francisco de Asís.

«A todos los que quieren servir al Señor Dios dentro de la santa Iglesia católica, apostólica y a todos los órdenes siguientes: sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y a todos los clérigos; y a todos los religiosos y religiosas; a todos los donados y postulantes; pobres y necesitados; reyes y príncipes; trabajadores y agricultores; siervos y señores; a todas las vírgenes y continentes, y casadas; laicos, varones y mujeres; a todos los niños, adolescentes, jóvenes y ancianos; sanos y enfermos; a todos los pequeños y grandes; y a todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas (cf Ap 7, 9); y a todas las naciones y a todos los hombres en cualquier lugar de la tierra, que son y serán, humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, los frailes menores, siervos inútiles (Lc 17, 10), que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otra manera ninguno puede salvarse.

Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza (cf Mc 12, 30) y fortaleza (cf Mc 12, 33), con todo el entendimiento, con todas las fuerzas (Lc 10, 27), con todo el esfuerzo, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y voluntades al Señor Dios (Mc 12, 30 par), que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida; que nos creó, redimió y por sola su misericordia nos salvará (cf Tob 13, 5); que a nosotros miserables y míseros, pútridos y hediendos, ingratos y malos todo bien nos hizo y nos hace». 

Ninguna otra cosa, por tanto, deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el sólo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno (cf Lc 18, 19), piadoso, manso, suave y dulce; que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto; el solo que es benigno, inocente, puro; de quien y por quien y en quien (cf Rom 11, 36) es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos. Nada, pues, impida, nada separe, nada se interponga; en todas partes todos nosotros en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y sobresaltemos, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen en él y esperan y lo aman; el que es sin principio y sin fin inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable (cf Rom 11, 33), bendito, laudable, glorioso, sobrexaltado (cf Dan 3, 52), sublime, excelso, dulce, amable, deleitable y todo sobre todas las cosas deseable por los siglos. Amén.»

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